Un día
las olas llamaron
a las puertas de mi casa
con cánticos de nereidas
y sonidos de tritones:
“¡Abre! ¡Despierta!
Asómate a la ventana.
Te entregaremos un cofre
lleno de ocultos tesoros,
placeres inconfesables,
de perfumes y beldades,
momentos inolvidables.
¡Abre! ¡Toma las llaves!
¡Haz saltar el cerrojo,
quita el candado!”
Eras tú.
Al tenerte destapado
sentí que me mareaba,
sentí que me emocionaba
por encima de lo humano.
Con la piel en llamaradas
si me rozaban tus dedos,
tus ojos me acariciaban
con lagunas de silencio;
o atravesaban mi cuerpo
como flechas encendidas,
mientras yo me columpiaba
en trazos de tu sonrisa.
Y protegías mis manos,
depositabas un beso
que se multiplicaba en haces
por los ríos de mis nervios.
Me abrazabas
con temor respetuoso
a que volara
o me desvaneciera en el aire
como burbuja irisada.
¿Con qué alas me seguirás?
¿Qué aspecto adoptarás
para enlazarme a tu cuerpo
vestida de lluvia celeste?
Cada vez que me mirabas
se acababan los inventos,
descubrías mi ser auténtico,
la Reina del Firmamento.
Y te traía regalos
desde galaxias lejanas
para coronar tu pecho
con fulgores que aumentaban
el brillo de tu mirada.
O desbordaban tus labios
palabras envueltas en versos,
preludio de sinfonía
de arrullo y sinceridad.
Palabras que me impregnaban
de pura sensualidad.
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