Aquí tenéis el final del relato. Espero que os guste.
2
Soñó, soñaba, que visitaba un museo en el que
solo se exponían dos cuadros: La hora del
Angelus, de Jean François Millet, y La
estación de Perpignan, de Dalí. Unos estudiantes de Bellas Artes la animaban
a que posara para ellos. «Tiene usted la misma expresión que la mujer de estos
cuadros», le decían. «Es por causa de la irregularidad del terreno; eso no es
mero suelo, es tierra sobre una tumba, la tumba de un niño». Después el cuerpo
de Ana se transformaba, se convertía en una mantis que devoraba a los
estudiantes, los cuadros, el museo y el mundo de los cuerdos, dejando a su paso
tinieblas líquidas.
Ruidos y movimientos la llevaron de regreso a la realidad. Se había
efectuado una parada, la correspondiente a Valencia; ahora tenía un compañero
en el asiento contiguo. Era un hombre que le resultaba vagamente familiar.
Cerró los ojos de nuevo. No pretendía entablar ninguna conversación. Ya no pudo
volver a dormir. Aburrida, miró de reojo al reciente pasajero. La estaba
observando. Se sintió incómoda, pero la curiosidad latía en el fondo.
¿No lo había visto ya antes?
—Disculpe, ¿es usted Ana Mulero?
La pregunta, el tono de la voz, provocó una reacción en la
memoria de la mujer.
—¿Álvaro Peña? —titubeó.
El hombre sonrió con confianza, más relajado.
—Vaya, entonces sí que eres Ana. —Ya se había pasado al
tuteo—. Temía estar equivocado. Muchos años sin vernos. ¿Cómo te ha ido la
vida?
«La vida va hacia su término», pensó. Sin embargo, contestó
con una frase neutra. La coincidencia de encontrarse en el viaje definitivo con
un viejo amor de adolescencia le pareció absurda, ridícula. Había sentido por
el caballero una atracción platónica que no se culminó porque nunca fue
recíproca. Por entonces ella era demasiado introvertida para llamar la atención
de Álvaro, el compañero guapo y encantador en la Escuela de Idiomas. Aunque
tenían amigos en común, no se atrevió a revelar sus sentimientos hasta una extraña
noche de noviembre en la que ella se quedó con él incluso cuando sus íntimos ya
se habían marchado; y luego él la acompañó a casa antes de tiempo y sin mucho
interés porque la joven madrugaba al día siguiente; y después ella confesó,
recibiendo el esperado no por
respuesta. La negativa provocó que superara ciertos miedos irracionales y de
esta manera creció como persona. Al poco, cada uno de ellos emprendió un camino
distinto y ya no se volvieron a ver. Ahora se producía una intersección sin trascendencia
en el lugar menos oportuno. Tras un breve intercambio de corteses líneas de
diálogo ella volvió a encerrarse en su mutismo. El hombre leyó el periódico
durante un rato. Cuando terminó lo dobló con cuidado y rostro pensativo. Se
volvió hacia Ana.
—Lamento molestarte otra vez, pero me gustaría contarte algo
que sucedió cuando éramos amigos en Alicante. En esos momentos lo callé; más
tarde no tuve la oportunidad de decírtelo. Te debo una muestra de
agradecimiento desde hace años y no soporto estar en deuda con nadie.
Ana arqueó las cejas.
—No te entiendo.
—Verás... ¿recuerdas la noche en que me dijiste que te
gustaba?
Ana hizo una mueca sarcástica. No se podía creer lo que
estaba escuchando. Álvaro prosiguió con cautela.
—No me interpretes mal. Tan solo lo pregunto porque fue esa
la madrugada en la que me ayudaste. Cómo ibas a saberlo, claro. Me sorprendió
que te quedaras con nosotros. ¿Recuerdas a Javier? —Ella asintió—. Estábamos
esperando a otro amigo en un bar convenido, pero se retrasaba. Tú tenías que
irte y te acompañé a disgusto, pues prefería seguir de fiesta. Además, fue una
situación incómoda para ambos, te veía como a una hermana y me resultó algo
inesperado. No supe reaccionar, lo reconozco. Llegué a mi casa enfadado; me
había perdido unas buenas risas y alguna otra copa. El domingo por la tarde
llamó el padre de Javier. Había tenido un accidente de coche junto al chico que
esperábamos. Cuando los vi en el hospital sentí un terror que nunca antes había
conocido. Javi sufrió problemas en las cervicales durante mucho tiempo y fue
llevado a juicio debido a la tasa de alcoholemia. El otro, Domingo, aparte de
los traumas físicos, pasó semanas con amnesia parcial y le asaltó una fobia a
los automóviles que le impidió conducir durante dos años. Pero lo que me heló
la sangre fueron las fotos, la parte derecha trasera del vehículo. Destrozada,
aplastada. Aquel hubiera sido mi sitio, allí habría estado yo sentado. ¿Quién
podría haber sobrevivido entre ese amasijo de hierros? La muerte me habría
alcanzado en condiciones humillantes si tú no hubieras salido con nosotros, si
no me hubieras forzado a pasar unos instantes violentos que me salvaron la
vida. No tuve la oportunidad de agradecértelo después; me alegro de tenerla
ahora. Así que gracias por haber estado en el lugar adecuado, en el momento
preciso.
Le ofreció la mano. Ana se la estrechó en silencio, un
silencio suspendido en el espacio, como un bálsamo.
El tren llegó a la última parada. Los viajeros se apearon y
Ana y Álvaro se despidieron.
—De nuevo, encantado de volverte a ver. Quién sabe, quizás
nos encontremos por la ciudad. El futuro es impredecible.
Una sonrisa ya olvidada iluminó el rostro de la mujer.
—Es impredecible, sí, es cierto.
Y lo decía con sinceridad.
Autora: Vanessa Navarro Reverte.
Felicitaciones Vanesa, si me ha gustado, que no decaiga el ánimo por la escritura. Un abrazo.
ResponderEliminarMuchas gracias, Tiguaz. Me alegro de que te haya gustado. Abrazos.
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