Queridos lectores:
Este blog permanecerá cerrado temporalmente. Me encantaría deciros que es un pequeño paréntesis y que pronto las ideas creativas y el tiempo para llevarlas a cabo regresarán de su exilio, pero no puedo asegurarlo. Los que habéis sido fieles seguidores sabéis que ya son largos meses de espera.
Tampoco puedo asegurar que será un adiós definitivo, pues el cariño y los años que me unen a este blog hacen que me cueste dar el paso.
Por lo tanto, por ahora os deseo logros, felicidad y grandes lecturas. Quizás nos veamos de nuevo por estos lares, quizás los lares se transformen. Yo sigo en este vasto océano de internet, aquellos que deseen encontrarme lo harán.
Un fuerte abrazo.
jueves, 28 de julio de 2016
Cerrado por tiempo indefinido
jueves, 10 de marzo de 2016
Mi hijo de niño
Mi hijo de niño
Déjame dibujar
con palabras tus virtudes.
En una esfera
irisada vives;
la inocencia permanece
inmaculada, inmune
a las garras que rodean.
La malicia no te roza,
la esquivas en una danza
de hechiceros y de duendes.
Y tu risa tintinea
y alumbra la niebla del bosque.
En tu mente, siempre inquieta,
las quimeras toman forma
y tus manos las tornan verdades.
Vas a construir palacios,
a descubrir otros soles.
Tu intención es transparente
y haces preguntas que importan,
y muestras sinceridad
frente a las aguas oscuras,
seguro en tu incertidumbre.
Tu cariño es más sincero
que el de un primer romance
y no hay canción comparable
a la palabra mamá
pronunciada por tus labios.
Déjame dibujar
con palabras tu retrato,
antes que el adulto al acecho,
al que adivino en tu rostro,
gane terreno al que eres
y ocupe tu espacio y tu cuerpo.
Autora: Vanessa Navarro Reverte.
viernes, 12 de febrero de 2016
El lugar adecuado, el momento preciso 2
Aquí tenéis el final del relato. Espero que os guste.
2
Soñó, soñaba, que visitaba un museo en el que
solo se exponían dos cuadros: La hora del
Angelus, de Jean François Millet, y La
estación de Perpignan, de Dalí. Unos estudiantes de Bellas Artes la animaban
a que posara para ellos. «Tiene usted la misma expresión que la mujer de estos
cuadros», le decían. «Es por causa de la irregularidad del terreno; eso no es
mero suelo, es tierra sobre una tumba, la tumba de un niño». Después el cuerpo
de Ana se transformaba, se convertía en una mantis que devoraba a los
estudiantes, los cuadros, el museo y el mundo de los cuerdos, dejando a su paso
tinieblas líquidas.
Ruidos y movimientos la llevaron de regreso a la realidad. Se había
efectuado una parada, la correspondiente a Valencia; ahora tenía un compañero
en el asiento contiguo. Era un hombre que le resultaba vagamente familiar.
Cerró los ojos de nuevo. No pretendía entablar ninguna conversación. Ya no pudo
volver a dormir. Aburrida, miró de reojo al reciente pasajero. La estaba
observando. Se sintió incómoda, pero la curiosidad latía en el fondo.
¿No lo había visto ya antes?
—Disculpe, ¿es usted Ana Mulero?
La pregunta, el tono de la voz, provocó una reacción en la
memoria de la mujer.
—¿Álvaro Peña? —titubeó.
El hombre sonrió con confianza, más relajado.
—Vaya, entonces sí que eres Ana. —Ya se había pasado al
tuteo—. Temía estar equivocado. Muchos años sin vernos. ¿Cómo te ha ido la
vida?
«La vida va hacia su término», pensó. Sin embargo, contestó
con una frase neutra. La coincidencia de encontrarse en el viaje definitivo con
un viejo amor de adolescencia le pareció absurda, ridícula. Había sentido por
el caballero una atracción platónica que no se culminó porque nunca fue
recíproca. Por entonces ella era demasiado introvertida para llamar la atención
de Álvaro, el compañero guapo y encantador en la Escuela de Idiomas. Aunque
tenían amigos en común, no se atrevió a revelar sus sentimientos hasta una extraña
noche de noviembre en la que ella se quedó con él incluso cuando sus íntimos ya
se habían marchado; y luego él la acompañó a casa antes de tiempo y sin mucho
interés porque la joven madrugaba al día siguiente; y después ella confesó,
recibiendo el esperado no por
respuesta. La negativa provocó que superara ciertos miedos irracionales y de
esta manera creció como persona. Al poco, cada uno de ellos emprendió un camino
distinto y ya no se volvieron a ver. Ahora se producía una intersección sin trascendencia
en el lugar menos oportuno. Tras un breve intercambio de corteses líneas de
diálogo ella volvió a encerrarse en su mutismo. El hombre leyó el periódico
durante un rato. Cuando terminó lo dobló con cuidado y rostro pensativo. Se
volvió hacia Ana.
—Lamento molestarte otra vez, pero me gustaría contarte algo
que sucedió cuando éramos amigos en Alicante. En esos momentos lo callé; más
tarde no tuve la oportunidad de decírtelo. Te debo una muestra de
agradecimiento desde hace años y no soporto estar en deuda con nadie.
Ana arqueó las cejas.
—No te entiendo.
—Verás... ¿recuerdas la noche en que me dijiste que te
gustaba?
Ana hizo una mueca sarcástica. No se podía creer lo que
estaba escuchando. Álvaro prosiguió con cautela.
—No me interpretes mal. Tan solo lo pregunto porque fue esa
la madrugada en la que me ayudaste. Cómo ibas a saberlo, claro. Me sorprendió
que te quedaras con nosotros. ¿Recuerdas a Javier? —Ella asintió—. Estábamos
esperando a otro amigo en un bar convenido, pero se retrasaba. Tú tenías que
irte y te acompañé a disgusto, pues prefería seguir de fiesta. Además, fue una
situación incómoda para ambos, te veía como a una hermana y me resultó algo
inesperado. No supe reaccionar, lo reconozco. Llegué a mi casa enfadado; me
había perdido unas buenas risas y alguna otra copa. El domingo por la tarde
llamó el padre de Javier. Había tenido un accidente de coche junto al chico que
esperábamos. Cuando los vi en el hospital sentí un terror que nunca antes había
conocido. Javi sufrió problemas en las cervicales durante mucho tiempo y fue
llevado a juicio debido a la tasa de alcoholemia. El otro, Domingo, aparte de
los traumas físicos, pasó semanas con amnesia parcial y le asaltó una fobia a
los automóviles que le impidió conducir durante dos años. Pero lo que me heló
la sangre fueron las fotos, la parte derecha trasera del vehículo. Destrozada,
aplastada. Aquel hubiera sido mi sitio, allí habría estado yo sentado. ¿Quién
podría haber sobrevivido entre ese amasijo de hierros? La muerte me habría
alcanzado en condiciones humillantes si tú no hubieras salido con nosotros, si
no me hubieras forzado a pasar unos instantes violentos que me salvaron la
vida. No tuve la oportunidad de agradecértelo después; me alegro de tenerla
ahora. Así que gracias por haber estado en el lugar adecuado, en el momento
preciso.
Le ofreció la mano. Ana se la estrechó en silencio, un
silencio suspendido en el espacio, como un bálsamo.
El tren llegó a la última parada. Los viajeros se apearon y
Ana y Álvaro se despidieron.
—De nuevo, encantado de volverte a ver. Quién sabe, quizás
nos encontremos por la ciudad. El futuro es impredecible.
Una sonrisa ya olvidada iluminó el rostro de la mujer.
—Es impredecible, sí, es cierto.
Y lo decía con sinceridad.
Autora: Vanessa Navarro Reverte.
sábado, 30 de enero de 2016
El lugar adecuado, el momento preciso
Vuelvo al blog con un relato que escribí hace ya un tiempo. A pesar de que considero que es más cercano a mi poesía que a mi prosa por su caracter intimista, sigue siendo un texto al que le tengo bastante cariño. Se publicó por primera vez en la antología de relatos Prosadictos y recibió buenas críticas. Espero que os guste.
Nota: he decidido dividirlo en 2 entradas para que os resulte más cómodo leerlo.
El lugar
adecuado, el momento preciso
1
En apariencia, el destino del tren
que acababa de dejar Barcelona era la ciudad de Alicante; en realidad, caminaba
hacia la muerte de uno de los pasajeros.
Si echáramos un vistazo superficial, aventuraríamos que la
persona condenada es una anciana enjuta de manos temblorosas; o quizás podría
ser un hombre cuarentón, obeso, con aspecto de agente comercial, que no logra
relajarse y no deja de mirar el móvil; o, incluso, una mujer embarazada, una
niña casi, que a los cinco meses de gestación aún tiene los dedos amarillos y
un persistente olor a humo en la ropa. Pero no, nos equivocaríamos. La elegida
es Ana, una mujer cuyos ojos indican cien años en lugar de los treinta y cinco
que tiene, vestida de negro, silenciosa. ¿Y cuál va a ser la causa de su
defunción? ¿Acaso un cáncer oculto que va a revelarse durante el viaje? ¿Una
embolia repentina, un infarto? ¿O un accidente del propio vehículo, cuya única
víctima mortal será ella? Pensamientos lógicos, mas volveríamos a errar. La
causante, la culpable, es una niña, su hija Marta. Todo porque algo o alguien,
desde una altura inconcebible que no distingue dolor de alegría, decidió que la
pequeña emprendiera repentinamente y antes de tiempo el mismo trayecto que su
madre ahora ha elegido para sí misma. Elegir, decidir el momento. Es el lujo
que va a permitirse, la responsabilidad ante la hija muerta.
La vida de Ana no se diferenciaba de la de otros miles.
Había tenido una infancia feliz, una pubertad deslucida por culpa de la
timidez, una juventud reposada. Se había licenciado en Económicas, había
comenzado a trabajar en un banco, se había casado con su novio de la
universidad y se había establecido fuera de su ciudad natal. El matrimonio
había marchado bien los primeros años. Ambos eran prácticos, ahorradores,
ordenados; tenían un hogar acorde con estas características. Cuando fue el
momento adecuado tuvieron descendencia, una nena, Marta. Probablemente habrían
tenido otro vástago a los dos años si no hubiera sido porque el marido había
mandado la pulcritud, el pragmatismo y el ahorro al carajo y se había largado
con otra mujer. Sin embargo, Ana no se desesperó; lo mejor de la pareja era,
sin duda, el fruto, y la custodia le pertenecía.
Entonces un pequeño monstruo se adueñó del pecho de la
criatura y aunque los sabios maullaban consejos nada se pudo hacer, pues cada
bocanada de aire lo inyectaba en ella un poco más, tejiendo la urdimbre para un
nido de dragones que, al eclosionar, devoraron el corazón y la cama.
Cuando perdemos al padre, a la madre o a los dos nos
convertimos en huérfanos; si perdemos a la esposa o al esposo nos llamamos
viudos o viudas. ¿Qué somos cuando perdemos a un hijo? No hay palabras que nos
definan. ¿Seguimos siendo padres o ya no lo somos? No hay palabras, porque va
contra la naturaleza y no hay parte en el cerebro o en el alma humana que pueda
racionalizar el hecho, asimilarlo. Simplemente somos, o fuimos, hacedores de
una burbuja irisada que explota y, luego, dejamos de ser.
Los progenitores de Ana vivían en Alicante. Ella quería
despedirse de ellos antes de sumergirse en un olvido de tranquilizantes y sopor
perpetuo, acumulado en las últimas semanas casi con gentileza y cierto grado de
satisfacción, desde una falsa lucidez absoluta que enmascaraba una absoluta
desesperación. Le dolía (sufrimiento sobre sufrimiento) despojarlos de su
condición de padres además de la de abuelos, pero todavía les quedaba otro hijo
y dos nietos a los que aferrarse. También deseaba decir adiós a la ciudad que
la vio nacer, volver a sentir el olor a salitre de la playa de San Juan, dejarse
acariciar por el viento de levante.
Después le esperaba la nada.
El sol entraba a raudales por las ventanillas del tren y
algunos corrieron las cortinas con torpes tirones. A través de los cristales se
desdibujaba el paisaje valenciano con sus tierras rojas y doradas. Ana pensó en
túneles. Cuando la oscuridad del túnel absorbía el cristal de la ventana lo
convertía en espejo y, entonces, ya no había dorado ni rojo, solo unos ojos
desolados.
El mosquito polifónico del agente comercial interrumpió el
flujo de sus pensamientos. Hablaban de cuentas que no cuadraban, de clientes,
de tratos, de otras historias. Todo parecía caminar al filo del abismo, un paso
en falso haría que el mundo se desplomara. ¿Por qué la gente pensaba que los
asuntos triviales son los esenciales? Perder o ganar una comisión era trivial;
que su hija naciera a los siete meses era esencial. Si hubiera tenido un
período de gestación corriente habría podido disfrutar de otros dos meses junto
a ella. Sesenta días más de vida. Tomar (haber tomado) anticonceptivos orales
era esencial. Si hubiese decidido quedarse embarazada antes, su Marta habría
muerto quizás a los seis años en lugar de a los cuatro. Ana no había visto a la
chica encinta, que viajaba en otro vagón. En ocasiones existe misericordia en
el azar, además de crueldad.
Dos jóvenes sentados cerca de su asiento discutían sobre la
conveniencia de haber cogido el tren en lugar del avión como medio de
transporte. Ana pensó que con un vuelo se habría dirigido con mayor celeridad
hacia su destino. ¿Por qué no lo había tomado? Sencillamente porque quería alcanzar
la muerte, no sobrepasarla.
En el televisor comenzó a proyectarse una comedia ligera que
ya había visto. Hastiada de tanta banalidad, sucumbió a la desidia y se
sumergió en la laguna del sueño, negrura preñada de pesadillas.
Continuará...
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