El plenilunio marcó el comienzo de la cuenta atrás
para el pueblo; hasta entonces, solo los niños habían creído las historias del
loco Max. Esa noche, sin embargo, la sibila tuvo la visión.
Nacida con el don de la presciencia, Kyrin era
considerada una deidad. Su voz predecía la lluvia, la sequía, la hambruna, la
época fértil. Con los años se había convertido en la única persona
imprescindible para la comunidad. Los integrantes del Concilio cambiaban, pero
ella permanecía. Nunca había errado una profecía, jamás los dioses habían
jugado con su entendimiento. Por ello, cuando les expuso el sueño, los
gobernantes se estremecieron.
Es
noche cerrada, mas no reinan las tinieblas. Una luz antinatural nos envuelve. Hay muros que
semejan hematites al reflejarla. En los establos los caballos relinchan y piafan, inquietos. Algunas casas están cerradas
con tablones y cerrojos improvisados en ventanas y puertas. Sé que hay familias
dentro, en silencio. No obstante, la mayoría de los habitantes del pueblo nos encontramos en la vía
principal, agrupados y dispuestos a huir presurosos hacia la capilla de la
falda de la colina. Al otro extremo, en la empalizada, los guerreros que han
sobrevivido a las batidas se encuentran armados y en formación. También el
alcalde y sus notables se hallan al raso. Nadie duerme. Todos esperan. La
claridad se intensifica, helada como el corazón de la luna que la pare. Como
los ojos del monstruo.
El
tiempo ha perdido su significado. Pueden haber pasado minutos u horas. Pero
nadie duerme. Y todos esperan.
Entonces
se oyen chillidos; provienen del ganado que se encuentra en los pastos
circundantes. Los alaridos se vuelven casi humanos y nos despiertan de nuestro
estupor. Por encima de la matanza se escucha un rugido que llena la vía de
expresiones aterrorizadas. Es el sonido que debe escucharse al cruzar el umbral
del infierno.
Los
guerreros se preparan; los demás retrocedemos.
Por
qué nunca escuchamos al pobre loco...
La
criatura que se para en la zona exterior de la empalizada pertenece a la
esencia de las pesadillas.
Recuerda
a un lobo, pero su cuerpo es más corpulento, oscuro como las sombras. Llamas
argénteas ocupan las cuencas de los ojos. Las fauces son descomunales y todos
sus dientes- más que los que cualquier criatura creada por los dioses debería
tener- son colmillos. Su lengua supura ácido y espuma. Contemplarlo es
suficiente para abjurar de la bondad de la naturaleza. Los demás no logran verlo. Yo sí. Los soldados
también. Uno reza. Otro maldice. Otro se orina. El más joven no resiste y
abandona la posición. El engendro gira pesadamente en un círculo de polvo. No
existen palabras para describir sus garras.
Max
lo llamaba el Úlfhéðinn, el que devora hasta que
termina el tiempo de su luna.
La
bestia ataca.
Nuestros
hombres se defienden con inútil bravura. Los mata uno por uno. Hay sangre por todos
lados, miembros cercenados, cabezas separadas del tronco, tripas fuera de los
cuerpos. Después de destrozarlos, se alimenta de los despojos. Jamás olvidaré
sus gritos. Lloro. A mi lado se desmaya una mujer.
Termina
el festín. Nos mira desde profundidades cósmicas. Avanza lentamente hacia
nosotros.
Corremos
despavoridos hacia la colina, tropezando unos con otros, sin respetar el plan
de huída.
Mientras
huyo, sé lo que está ocurriendo. Es mi don, mi maldición. El Úlfhéðinn, sin un
rasguño que denote la lucha
anterior, embiste las fachadas de las casas, vírgenes temblorosas. Derrumba
paredes a su paso, no lo detiene ni la madera ni la piedra. Los que allí se
guarecían intentan escapar, mas son cazados. La carnicería continúa.
Los demás ya
estamos en sagrado. La capilla es el edificio que multiplica la luz; todo su
exterior está cubierto con vidrieras cortadas con torpeza, desde los cimientos
hasta la torre. Cristales fabricados de una aleación de plata.
En el momento
en que atrancamos la puerta y sentimos la proximidad del demonio sabemos que
esos cristales son nuestra única salvación...
Cuando terminó la sibila, el Concilio se apresuró a debatir soluciones.
Hicieron venir al loco, vestido con harapos y cargado de sus inseparables saquillos
atados a los calzones. Paseó la mirada con inquietud, retorciendo las manos.
— El chico Ulrich miente, no intenté robarle, el viejo Max no es un
ladrón.
—Cálmate, conocemos el humor del muchacho. Te hemos traído para que nos
cuentes de nuevo esa historia del lobo.
— ¡Solo me creen los pequeños, pero es verdad! Yo
vivía en una tranquila villa con mi esposa, una
anciana siempre hablaba del Úlfhéðinn, "locuras", pensábamos. Contaba que cada cierto tiempo
aparecía una luna asesina que lo convocaba; abandonaba su hibernación, cazaba
pequeñas presas para fortalecerse, marcaba su territorio. Para el novilunio ya
había recuperado el vigor, en el cuarto creciente ya estaban los habitantes de
una región sentenciados y cuando se cumplía el tiempo de la luna, devoraba a
todos los seres vivos del lugar. Con el sol desaparecía y no volvía a saberse
de él.
— Leyendas.
— ¡No! Murieron campesinos, el ganado desapareció, llegó esa noche y...
—comenzó a llorar— los destrozó, sólo yo sobreviví, abandoné a mi mujer, me
escondí y cuando eso me encontró despuntaba el alba, me miró con desprecio y se
marchó, no tuve valor ni de enterrar lo que quedaba de los cadáveres, ¡no
juzguen al cobarde Max!
Temblaba. Lo sacaron de allí. Decidieron convocar un pleno.
— ...y ésta es la situación. El ser debe de estar acercándose. Por
fortuna, los dioses han revelado cómo lograremos sobrevivir. Fabricaremos esos
cristales de plata— expuso el alcalde.
Murmullos de temor inundaron la sala. Los hombres asentían, excepto los
jefes de las familias Ulrich, Nord y Sig,
que luchaban contra el oscurantismo.
— ¿Hemos de creer esos cuentos infantiles?
— ¿Dudáis de la palabra de la sibila?
— Si hay algo de cierto, mi familia no se quedará a esperar.
Emigraremos— expuso Fred Nord.
—Sois libres de elegir, pero la profecía es clara. Los que se marchen
no perdurarán. Tan solo la plata nos protegerá —el alcalde tragó saliva—.y no a
todos. La capilla es pequeña. Kyrin no vio a algunos. Procederemos a decir los
nombres. Y a vosotros, bravos guerreros, sabemos que os enviamos a la muerte.
Pero es de valientes aceptar el destino.
—Los Sig permaneceremos en casa,
quedaos con nuestra plaza en ese ruinoso santuario—gritó con soberbia el jefe
del clan.
—Los Ulrich cedemos también nuestros puestos. No nos dejamos influir por supersticiones y desvaríos.
— ¡No son desvaríos! —aulló Max, que se encontraba en un rincón —.
Haced caso, no hay salvación, no sabéis a lo que os enfrentáis. ¡Nos arrancará
las entrañas!
Un guardia se lo llevó. Los demás miembros siguieron opinando y,
finalmente, se sometió a voto el plan revelado a la sibila. La mayoría lo aprobó.
Las familias disidentes abandonaron la sala. Los Nord, además, abandonaron el
pueblo pasados unos días.
El resto de la comunidad procedió a acumular la plata disponible:
joyas, cuberterías, ornamentos y monedas. La alcaldía vació el tesoro.
Fundieron el metal y Kyrin acompañó con sus rezos los denuedos del alquimista
para conseguir la mezcla. No había suficiente, por ello marcharon a las aldeas
aledañas a buscar más.
Así fue como descubrieron los cuerpos descuartizados de los Nord junto
a otros restos humanos. Con espanto saquearon la plata que encontraron para
poder regresar antes del anochecer. Tras ese informe toda persona capaz en el
pueblo se puso a trabajar a destajo en las vidrieras, mezclando, cortando,
estudiando cómo colocarlas. El viejo loco se ahorcó al escuchar lo ocurrido.
El alcalde envió a una tropa de exploradores. El joven soldado que en el sueño
había abandonado la formación se presentó voluntario para la batida, decidido a
recuperar un honor aún no perdido. No volvieron a saber de ellos.
Los habitantes se afanaron en montar los cristales sobre la fachada del
santuario. El tiempo se agotaba. Los últimos fragmentos terminaron de fijarse a la torre
cuando se hizo de noche y la luna culminó su ciclo. Ancianos, mujeres y niños
entraron en el edificio mientras los hombres esperaban fuera armados, en un
intento de liberar a futuras generaciones de la maldición. Kyrin también se
quedó en la vía, era su deber. Las diferencias con la escena profetizada la
inquietaban. Los Ulrich y los Sig cumplieron su palabra y se atrincheraron en
sus hogares. Sin embargo, a escondidas, la matriarca Ulrich había acudido a
ella con el hijo menor, suplicándole que lo llevara a sagrado.
A la sibila le inquietan esos cambios porque a los dioses no les
agradan los entremetimientos humanos.
De repente se oyen los chillidos del ganado. El Úlfhéðinn aparece como en
el sueño, babeando sangre y ponzoña. Gira con lentitud y entonces ataca a los
soldados de la empalizada. La misma furia, el mismo resultado. Después de
despedazarlos se vuelve hacia los que esperan. Todos huyen sin orden ni concierto,
presos del pánico. El trayecto hacia la seguridad se vuelve interminable. La
bestia los persigue. Kyrin corre por su vida cuando nota el golpe de una
piedra. Cae llevándose la mano a la frente. Ve entre los hombres al chico
Ulrich con el brazo aún extendido; sus labios forman la palabra bruja. A su
espalda se mezclan los embates del monstruo contra los muros con los gritos de
agonía de las víctimas. La sibila hace acopio de fuerzas y se pone en pie. Mareada,
consigue recorrer lo que queda del sendero. La ayudan a entrar en la capilla.
Cierran la puerta; en el interior se hacinan entre oraciones y jadeos. Mana
sangre de la herida de Kyrin, la visión se le nubla.
Lo último que escucha antes de perder el sentido es un estruendo de
cristales rotos.
Autora del texto y de las imágenes que lo acompañan: Vanessa Navarro Reverte.
Del texto: Copyright. Todos los derechos reservados.