Vuelvo al blog con un relato que escribí hace ya un tiempo. A pesar de que considero que es más cercano a mi poesía que a mi prosa por su caracter intimista, sigue siendo un texto al que le tengo bastante cariño. Se publicó por primera vez en la antología de relatos Prosadictos y recibió buenas críticas. Espero que os guste.
Nota: he decidido dividirlo en 2 entradas para que os resulte más cómodo leerlo.
El lugar
adecuado, el momento preciso
1
En apariencia, el destino del tren
que acababa de dejar Barcelona era la ciudad de Alicante; en realidad, caminaba
hacia la muerte de uno de los pasajeros.
Si echáramos un vistazo superficial, aventuraríamos que la
persona condenada es una anciana enjuta de manos temblorosas; o quizás podría
ser un hombre cuarentón, obeso, con aspecto de agente comercial, que no logra
relajarse y no deja de mirar el móvil; o, incluso, una mujer embarazada, una
niña casi, que a los cinco meses de gestación aún tiene los dedos amarillos y
un persistente olor a humo en la ropa. Pero no, nos equivocaríamos. La elegida
es Ana, una mujer cuyos ojos indican cien años en lugar de los treinta y cinco
que tiene, vestida de negro, silenciosa. ¿Y cuál va a ser la causa de su
defunción? ¿Acaso un cáncer oculto que va a revelarse durante el viaje? ¿Una
embolia repentina, un infarto? ¿O un accidente del propio vehículo, cuya única
víctima mortal será ella? Pensamientos lógicos, mas volveríamos a errar. La
causante, la culpable, es una niña, su hija Marta. Todo porque algo o alguien,
desde una altura inconcebible que no distingue dolor de alegría, decidió que la
pequeña emprendiera repentinamente y antes de tiempo el mismo trayecto que su
madre ahora ha elegido para sí misma. Elegir, decidir el momento. Es el lujo
que va a permitirse, la responsabilidad ante la hija muerta.
La vida de Ana no se diferenciaba de la de otros miles.
Había tenido una infancia feliz, una pubertad deslucida por culpa de la
timidez, una juventud reposada. Se había licenciado en Económicas, había
comenzado a trabajar en un banco, se había casado con su novio de la
universidad y se había establecido fuera de su ciudad natal. El matrimonio
había marchado bien los primeros años. Ambos eran prácticos, ahorradores,
ordenados; tenían un hogar acorde con estas características. Cuando fue el
momento adecuado tuvieron descendencia, una nena, Marta. Probablemente habrían
tenido otro vástago a los dos años si no hubiera sido porque el marido había
mandado la pulcritud, el pragmatismo y el ahorro al carajo y se había largado
con otra mujer. Sin embargo, Ana no se desesperó; lo mejor de la pareja era,
sin duda, el fruto, y la custodia le pertenecía.
Entonces un pequeño monstruo se adueñó del pecho de la
criatura y aunque los sabios maullaban consejos nada se pudo hacer, pues cada
bocanada de aire lo inyectaba en ella un poco más, tejiendo la urdimbre para un
nido de dragones que, al eclosionar, devoraron el corazón y la cama.
Cuando perdemos al padre, a la madre o a los dos nos
convertimos en huérfanos; si perdemos a la esposa o al esposo nos llamamos
viudos o viudas. ¿Qué somos cuando perdemos a un hijo? No hay palabras que nos
definan. ¿Seguimos siendo padres o ya no lo somos? No hay palabras, porque va
contra la naturaleza y no hay parte en el cerebro o en el alma humana que pueda
racionalizar el hecho, asimilarlo. Simplemente somos, o fuimos, hacedores de
una burbuja irisada que explota y, luego, dejamos de ser.
Los progenitores de Ana vivían en Alicante. Ella quería
despedirse de ellos antes de sumergirse en un olvido de tranquilizantes y sopor
perpetuo, acumulado en las últimas semanas casi con gentileza y cierto grado de
satisfacción, desde una falsa lucidez absoluta que enmascaraba una absoluta
desesperación. Le dolía (sufrimiento sobre sufrimiento) despojarlos de su
condición de padres además de la de abuelos, pero todavía les quedaba otro hijo
y dos nietos a los que aferrarse. También deseaba decir adiós a la ciudad que
la vio nacer, volver a sentir el olor a salitre de la playa de San Juan, dejarse
acariciar por el viento de levante.
Después le esperaba la nada.
El sol entraba a raudales por las ventanillas del tren y
algunos corrieron las cortinas con torpes tirones. A través de los cristales se
desdibujaba el paisaje valenciano con sus tierras rojas y doradas. Ana pensó en
túneles. Cuando la oscuridad del túnel absorbía el cristal de la ventana lo
convertía en espejo y, entonces, ya no había dorado ni rojo, solo unos ojos
desolados.
El mosquito polifónico del agente comercial interrumpió el
flujo de sus pensamientos. Hablaban de cuentas que no cuadraban, de clientes,
de tratos, de otras historias. Todo parecía caminar al filo del abismo, un paso
en falso haría que el mundo se desplomara. ¿Por qué la gente pensaba que los
asuntos triviales son los esenciales? Perder o ganar una comisión era trivial;
que su hija naciera a los siete meses era esencial. Si hubiera tenido un
período de gestación corriente habría podido disfrutar de otros dos meses junto
a ella. Sesenta días más de vida. Tomar (haber tomado) anticonceptivos orales
era esencial. Si hubiese decidido quedarse embarazada antes, su Marta habría
muerto quizás a los seis años en lugar de a los cuatro. Ana no había visto a la
chica encinta, que viajaba en otro vagón. En ocasiones existe misericordia en
el azar, además de crueldad.
Dos jóvenes sentados cerca de su asiento discutían sobre la
conveniencia de haber cogido el tren en lugar del avión como medio de
transporte. Ana pensó que con un vuelo se habría dirigido con mayor celeridad
hacia su destino. ¿Por qué no lo había tomado? Sencillamente porque quería alcanzar
la muerte, no sobrepasarla.
En el televisor comenzó a proyectarse una comedia ligera que
ya había visto. Hastiada de tanta banalidad, sucumbió a la desidia y se
sumergió en la laguna del sueño, negrura preñada de pesadillas.
Continuará...